Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

martes, 8 de septiembre de 2015

Ten esperanza


El fin de los días de la distracción y de las nubes sin la firme tierra está ya cercano.
Casi puedo oler su humedad fría, precipitándose hacia mi castillo, desde muy lejos.
Es ese temblor que late en los cielos, que susurra un presagio de miedo hacia mis oídos cansados.

No obstante, este enemigo siempre se supo observado.
Nunca le descuidé, ni siquiera cuando lucho cada noche para poder dormir, y sucumbir a la extenuación de la maldita consciencia. Pero se me concede la tregua, y cada día, pese a todo, caen los párpados de este hombre. Entonces, despierto lejos de mí, y me precipito corriendo entre los estrechos e interminables pasadizos de ese laberinto de las noches prisioneras, ideado una y otra vez siempre que me dejo caer, atormentado y derrotado, sobre las sábanas.
Todo cuanto golpea mi corazón ha sabido armarse en esos instantes en que estoy del otro lado, y este enemigo cuenta con veloces y perversos guerreros. Estos me persiguen sin un reparo o contención, y su ánimo es inconteniblemente jubiloso, porque se saben portadores de la fuerza más terrible que pueda corroerme.
Mis noches saben también cómo amanecer, y a veces se logran en entrañables juegos de pesadillas, islas de salvación en comparación con el horizonte sin sol ni luna que siempre ha estado ahí, que me aguarda en los pies y en los cielos que circundan esta mi montaña lejana.

Debo obligarme a ser fuerte, a pretender ser otra cosa. En todo caso, aprender que los cielos que me sobrevuelan, inertes e inconstantes, son promesa y no engaño. Algo allá lejos, en los límites de mis ojos gastados, me invita a que sea feliz y a que siga arrojándome a las hogueras promisorias, a la entrega renovada, interminable.
He ardido tantas, tantas veces, que dudo albergar ya dentro de mí alguna parte que no sea piedra ignífuga.
Así, ya duerme la esperanza, bien protegida e inexpugnable, inaccesible a la luz y al retorno hacia el transitado camino polvoriento de la fe. Todas las hogueras e incendios dejaron de brillar sobre las colinas oscuras de mis viajes interiores, de mis tropiezos palpables. Uno a uno, los fuegos murieron; sin oxígeno, sin ruido, sin más.

Se está abriendo el suelo bajo mi existencia, finalmente. Es hora de proseguir. Es hora de exterminar las lágrimas.
Se abre el sendero, y, mientras regreso al mundo de mi inmolación, comienzo a silbar aquella vieja canción en donde se me exigía alegría cuando los lobos desgarraran mi corazón.
Sí. Otro corazón más que supla al anterior. Todo en orden.
Un paso detrás de otro, una amplia sonrisa. A luchar, ya estoy de nuevo entre las esperanzas.
Los aullidos se extienden en el gran valle fervoroso y brillante de la fe.
Reza.