Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

martes, 15 de abril de 2014

Hogar en la lluvia


La lluvia está desplomándose sobre la tierra, en esa infinitud que es posible en cada una de las noches de la vida.
Los cielos intiman con nuestros ojos asustados e inseguros, y nuestros pasos caminan bajo aquellos miles y miles de lágrimas con los que no tenemos más remedio que conmovernos, compartiendo así la tristeza de ese ser que no vemos.

En esta última noche, la soledad paga su cuota, mientras me interno entre en unos parajes de los que no sospecho nada.
Ya no existe la iluminación artificial. Mis pasos hollan un suelo sagrado, que se deslíe con la tormenta, y se profana en estos instantes con mis suelas desgastadas de adulto perdido.
Me entrometo como un ser malo, conspirador, entre formas que ya no están para nadie al fin, en este recoveco no preparado para ser visto.
El telón hace horas que se derrumbó, y los mudos e inertes atrezzos parecen suspender alientos neblinosos entre susurros de descontento vulnerado, a medida que paso junto a estos fantasmas que se han desvestido de los colores fatuos con que deben engañar la mitad de la vida.

Momentos más tarde, el evasivo resplandor que irradia un pequeño farol que flota entre las tinieblas dibuja el esbozo de un gran caserón, que surge de pronto en medio de una explanada del bosque.
Es un pesado y desvencijado ser de madera, que persiste sin duda contra su voluntad, que emana una tristeza que me atraviesa, y que es provocadora como todo aquello que no logro comprender de mí mismo. Parece tratarse de un hotel.

En estos últimos días de los que no espero revelaciones, de los que no espero que regresen con un amanecer de más, terminar en este barco que deriva en tierras de nadie parece un fin que dibuja un paradójico sentido.
Anoche soñaba muchos años después.
¿Me recuerdas? Eran esos sueños que nos confesábamos mientras recobrábamos el aliento, después de cada vez que intentábamos matarnos.
Desdibujadas están las excusas en las que persistíamos, que nos enfadaban y coloreaban un poquito como los demás.

Ahora, y en estos instantes de opacidad a bordo de esta nave gigantesca de madera vieja y húmeda, me descubro regresando a nosotros, apretadas nuestras manos en el final de nuestras sábanas del mundo, mientras yo entraba en ti y tú me envolvías, aniquilando las idas y venidas del tiempo, entre el silencio, el forcejeo, las sensaciones, nuestras respiraciones, la dicha, el silencio sublime.

Figuras mudas se mueven sin propósito sobre las galerías superiores, descalzas y apáticas sobre las tablas desnudas.
Miles de voces de la lluvia infatigable tocan sin cesar en alguna parte del techo de este lugar. Nadie me recibe, y me siento en casa.
Los huéspedes no me miran, y no me están diciendo que estuvieron perdidos durante años y años.
No se sientan junto a mí a contemplar cómo se suicidan las mejores y más tristes gotas de lluvia, y a relatarme que han llegado a un puerto donde habitan pobres, pobrísimos ignorantes de destino confundido y traspapelado.
Es cierto, yo soy como ellos, esto no me estuvo pasando.
Y no quiero que deje de llover nunca, esperanza.




viernes, 11 de abril de 2014

Un azul para el cielo


Un gancho adquiere forma de persona. Momificada aunque viva todavía, arrugada en decenas de pliegues y con su cráneo nevado en la longitud de unos cabellos que jamás volverán a derramarse con dulzura, la anciana porfía metro a metro para llegar a algún lugar.
Transeúntes incomodados con pulsiones de atroz compasión le prestan unos instantes a la escena que ella supone, antes de que lamenten dolerse. Las condenas por culpabilidad compungen en diferentes grados, y las más de las veces, los útiles habrán de marcharse ululando, como esas brisas desabridas que comienzan a hundirnos en la tristeza los otoños inminentes.

Esta vieja frágil y escueta, apretada por el puño de la vida, ni fuerzas puede sumar para alcanzar siquiera las aceras.
Antes bien, procura arrimarse a estas, cuidando no vacilar con su menudo cuerpo en los frecuentes instantes en que los automóviles aceleran malévolamente al rebasarla.

El tiempo..
-cuyo secreto ella manosea en el silencio, y en esa intimidad que sólo poseen los que se saben últimos habitantes de ese mundo que no podía ni imaginarse, pero que fue menguándose, que zozobra finalmente cuanto más tuyo es-
es ese enemigo que ella ha ido reconociendo con su creciente impertinencia, ansiosa en la espera.
Ya percibe la mujer la hostilidad de quien no le tiene paciencia, de quien la vendería a la menor oportunidad, tan pronto como le ofrecieran lo mínimo por sirviente tan depauperada.

Entre dientes, masculla ella sueños de segundas oportunidades.
Apoyada de alguna manera contra un poste, ambiciona con atropello de urgencia un poco de todo ese aire que la rodea, y este consiente.
No debe faltar tanto, el mundo perdido está a la vuelta de la esquina. Reid, empujadme y tenedme en menos. Lo que fue bien puede volver a ser. Sí.
¿Qué es eso de mis errores? ¿Qué son esas acusaciones de que no miré al cielo cuando podía?

Ya queda menos. No sé de dónde es esta pared. Sin embargo, la casa no puede estar lejos.. es de día, pero la luz escasea, es tan poca.
Sé que, de joven, recta la espalda, miré a los ojos a unas cuantas personas. Toqué sus manos en menos ocasiones, puede que incluso a veces lloré. Había momentos preparados para la felicidad, pero temía, esperaba, como caballo refrenado en su cajón de hierro, dispuesto frente a una pista de carreras que no está ahí ni en ninguna parte.

Pero el cielo,...el cielo. Azul, sí. No me quedan cuentas de colores con las que recordarlo, excepto su reverberación sobre las ondas del agua marina. Mi yo inestable y aún joven me lleva a muchos años atrás.
Ya estoy allí, en el rincón de donde rescatar ese cielo. Soy alta, pero los ojos no tienen cielo que mirar. Nunca estuvo allí, nunca estuve allí para pintarlo. Lo sé.