Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

viernes, 6 de febrero de 2015

La ciudad sin fin


Comienzan a diluirse, menguar y desaparecer los últimos hilos de las aguas de la eternidad de los hombres,
y la ciudad condenada acoge aquí o allí ciertos fragmentos de un sol otoñal que atraviesa las pesadas y blanquecinas nubes, más arriba, en lo alto.
Tengo conciencia de creerme vivo, y convicción de ser el primer furtivo visitante que camina sobre el asfalto mojado de las décadas de agua y condena de gran profundidad.

Vestidos sin nadie que los llenara, yacen las telas, inopinadamente, en todo cuanto abarca la vista. Tristes como las lágrimas de las aguas que los hicieron dormir durante años y años.
Vehículos sin conductores, habitaciones sin habitantes, y al fin, un cielo que visita otra vez la ciudad desaparecida, pero al que nadie esperó.
Aspiro con violencia el aire de la mañana, y llega ya traído por una brisa que ya existe el presagio de unas campanas que volverán a multiplicar ecos a lo largo del valle del sueño.

Es esta una historia en la que no quedan esperanzas para confiar tal vez en alguien que la escribiera, en alguna parte, al otro lado y a la sombra de las palabras.
Huérfanos quedamos en ciertas narraciones.
Solos estamos en todas, en realidad, pero sabes que hay algunas en especial en las que te sientes cruelmente despojado de los demás; un poquito como ese momento en que morirás. Verdaderamente solo.
Y entonces, miras por encima del hombro, y a veces, la sensación de que incluso el narrador se ha ausentado, se apodera de los latidos de tu corazón.
Una senda desdibujada, gris, sin sonido de los pájaros ni del mundo. Solo tu terrible corazón, que late bien dentro de tu mente, apretando en su puño de hielo ese órgano tuyo, que está solitario, sin amor, sin tus padres, sin la isla de salvación que aguardas para tener ese final feliz, que solucione todo.
Cada vez que despertamos dentro del mundo incoloro del sueño, cada vez que oímos una historia,
hemos perdido el control de todas las cosas.

No hay señales claras acerca de si fue el escribiente quien hizo sonar las largas y pesadas campanadas, que hicieron vibrar el pecho, y agitarse los restos del pasado.
A cada una de ellas, docenas de cuerpos humanos de otros tiempos cobraron forma como luz.
Intermitencias e interferencia inexplicable, a cada una de ellas, se esfumaban, y otros se iluminaban a su vez.
En éxtasis y reproduciendo cuanto fueron y hacían en vida, fotogramas borrosos ahora en tu sueño.

Es este un fin de historia de esos que se pierden en la senda.
Aquel que la escribió te ha abandonado a solas y en medio de este sueño en el que no hay nadie más, y que no consiente música ni viento.
La puerta de salida, el punto final que enmienda como catarsis tu sufrir durante páginas y más páginas de pena, no ha sido contada.
Quieres que sea un sueño.