Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

domingo, 2 de noviembre de 2014

Eras tú


El orgullo de las grandes ocasiones ya no está aquí. Es el yo secreto, íntimo, sin justificación.
Tan solo he visto, como un relámpago que ha atravesado el cénit de mis pupilas, la blandura de todo el peso de la vida, de los días que se amontonan a puñados como lindos, suaves y machacones puñetazos.
Han logrado hoy las despedidas en las que no pude abrazarte, las conversaciones de hipótesis, los recuerdos de ti en silencio, el silencio de una silla sin ti -como bien pudo suceder cualquier otro día- atravesar mi atmósfera de persona al fin, apretarme el pecho y recordarme rogar compasión.

Escena de gran humor de compensación. La figura de un hombre trasluce más o menos rasgos de quien parece ser, en un escenario entarimado de madera rodeado de decenas de adultos libres. Las grandes risotadas estentóreas resuenan en la amplia sala de la cafetería frecuentada por gente bien. Me he refugiado huyendo de las cosas que asustan, corriendo delante del miedo que me lleva hasta allí efectivamente. Les temo, pero me he precipitado, nerviosamente feliz, hacia uno de tantos escenarios que condensan la ilusión de lo que es todo. Sentado en una esquina, suspiro aliviado mientras una camarera me repite una y otra vez, con volumen cada vez mayor, una fórmula para que la deje cumplir su trabajo. No han de tardar en encontrarme.

La diversión se intensifica en derredor. Qué espantosa tragedia me es dado presenciar.
Resuenan cristales de combinados de alcohol, y la algarabía vocinglera raya en la felicidad inconsciente, plena. Las lágrimas están próximas a caer de mis ojos, que se entornan ante tamaña barahunda despreocupada.
La bella camarera regresa, y vuelve a interpelarme. La miro mover sus labios, y fragmentos de un idioma que pudo ser el mío -el instinto induce eso- resuenan como explosiones entre nosotros dos, que parecemos dos auténticos fantasmas protagonistas en ese preciso instante.
Al fin, sonrío ante la inconveniencia de que nos encontremos en dos dilemas diferentes. Ella no puede comprenderme, y yo, que descanso y me pierdo en la lamentable alegría de los desconocidos, no alcanzo tampoco a compadecerla.
Tras unos instantes después, acuden más y más desconocidos revestidos de tonos grises. La más inmensa pena se apodera de mi escena, al tiempo que braman las risotadas, las bromas del mal gusto. Ella se torna poco a poco más distante, y se reúne conmigo en un mirarnos desconcertado entre todo aquel sinsentido. Más y más voces de fondo, me siento empujado, golpeado en un par de ocasiones. Ella no se disculpa, pero me susurra ahora en un idioma que se está desintegrando en medio de gran tormenta.

Horas más tarde, despierto sobre el asfalto de la noche, que me da suelo para que no caiga hasta el centro de la tierra. Suenan unos tacones, y mi interlocutora incomprensible se arrodilla y acaricia mi frente, mis ojos. Siento un beso, y comienzo a recoger los hilos desordenados por el tiempo y los vientos lejanos.
He regresado a los recuerdos, y a ese país donde lo que se dice tiene alguna clase de valor. Habla. Me dice que basta de sufrir, que huya pero cogido a su mano cuando soñemos juntos de nuevo.
Nos besamos largamente, y me jura por fin, ahora, que eres tú.