Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

martes, 1 de enero de 2013

El rastro de la pérdida


Te lo merecías. Nadie como tú, nadie.
Es el momento de la gran sonrisa, del tiempo elegido.
Una chica entre un millón, rutilante espejo en su gesto, deslumbrante sonrisa, elegida entre grises otros que simplemente ningunean el vivir. Por una noche me gustaría darte el tiempo de tu acierto y de mi desuso, envolverte en una nube de gloria, y hacerte olvidar hasta que soy yo quien te suspira al oído estas palabras diferentes a las mías de siempre.

Mírate construyéndome esta mañana de cristal claro. Después de inventarte el amanecer, tus suaves dedos acarician mi cuello, que toda la vida fue poco más que piedra deslustrada. Mira esa corbata que añades a ese que ya no puedo ser yo. Un fantasma de cartón piedra es quien soy, mientras atreves una sonrisa a medias entre tus labios profundos.
Quisiera ser ese que intentas adivinar, en el silencio de magia que sobrevuela tus nubes de niña.
Pero no puedo sonreir. Me detengo de bruces contra el pasado que me antecede y sustenta, y me veo como aquellos otros que eran erigidos más como ideas que como sencillos hombres de barro, todo cuanto de verdad tenían.
Más, sigues la broma triste, y yo, aún joven y confiado en la mudable y veleidosa fuerza, me compadezo de ti, de mí, de este mundo que necesita engañarse aun amando. 

¿Antes de ti? No quieras saberlo, quieres saberlo. El peregrinaje. El peregrinaje de lo maldito y de las huellas lastimosas de la soledad.
Nadie ya en los campos arruinados, arenosos. Estos se retorcían de rencor hacia el caminante solitario y volcaban toda la mísera herrumbre de las desgracias guerreadoras humeantes. En la versión de vida con que debo contentarme, no podía ya sorprenderme del dolor de que los ajenos habían legado.

Las tierras se sacudían, asqueadas del pasado. Aquí y allí ruedan miles y miles de cadáveres que fueran fungidos como fósforos tiempo ha. La gran guerra, la necesaria batalla, el sacrificio de, la toma de aquello otro, el altar a las columnas de humo. Lágrimas descendiendo, ríos de sangre fluyen en el paisaje sin sol. Eran las cosas, que habían aprendido nuestro lenguaje.

Y yo tan sólo era aquel vagabundo sobre el que los campos podían fijarse, en las horas muertas de las siestas de aquel verano. Mi culpa, la supervivencia.
Junto a ti. Que no sabes quién era yo.