Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

martes, 31 de diciembre de 2013

Vuelta de hoja


Aún en esta página de los calendarios, me columpio entre mi yo, me repito en la mirada de los espejos.
Unas sonrisas han de elevarse hacia los cielos, he de conceder que me puedan idear plausible, defectuoso tal vez, pero humanizado aun a pesar de que no creo en todo esto, de que no podré ya creer, porque no queda ya cuerda.
El techado que se adorna de fríos estratoféricos contempla allá arriba, insaciable, vestido esta noche de un traje del que se ha llevado todas las estrellas. Me ha parecido verle sonreír, pero me engaño.
Ya llega el tumulto, ya la melancolía asalta cada intersticio de las tristezas y de la sinceridad. Nadie a salvo. Acorralados como animalillos que temen no contentar, nos unimos en apresuramiento para envalentonarnos y elevar a ese cielo exánime plegarias en las que bien poco creemos.

Y se va la cuenta del tiempo. Las cifras comienzan a agitarse, y humanos como somos, nos afanamos empujando el número gigantesco de la vida que aumenta dentro del ser, que nos disminuye en el infinito final.

Nuevo año.

domingo, 1 de diciembre de 2013

La vida dibujada en nosotros


No recuerdo muy bien el día que llegué al país de los hombres con huellas.
Pudo tal vez ser en aquella época tan triste, tan difusa, en la que me perdí como la niebla que todo envolvía.

En los territorios vastos y despejados de los más alejados círculos, hombres y mujeres de mirada perdida vagaban como impelidos por fuerzas extrañas y lejanas.
Soplaba casi imperceptible pero constante un sofocante soplido de aire desde poniente. La enfermedad tachoneaba aquí y allá el paisaje de los condenados.
Intenté quedarme en sus ojos, pero no me fue posible detenerme en aquellas miradas de tormenta anónima y llevadas como la arena.
Yo simplemente había llegado a aquellas islas sin fondo ni mapa, tan perdido e irreconciliable que no podía ayudarles a llegar a ninguna parte. Sucios y carcomidos de podredumbre, colapsaban un día cualquiera sobre las dunas, junto a un matorral, derrumbados sobre un montón cualquiera de piedras. Para no regresar jamás.
Aprendí -me estoy confesando al fin- que aquellos seres habían sido los ejemplares más racionales, los más laboriosos y sensatos de mi manada. Inexpugnables dentro la sordidez del electrodoméstico y del lunes, tan sólo unas pocas y predecibles pruebas vitales habían logrado labrar finísimas arrugas que surcaban sus rostros.

Conocí mi esencia de elegido cuando alcancé a los seres que languidecían en los anillos más interiores. De haber pertenecido allí, no encuentro la forma en que podría haber llegado tan lejos. Un frío escalofrío de horror se derramó por toda mi alma, en toda la longitud de la existencia que me había sido dada en aquellos instantes.
Puñados de personas implorantes se retorcían sobre la ubicua cubierta de hojas otoñales de un bosque que no parecía tener fin. La mala conciencia flotaba como un gas venenoso y enrarecido. Los celos, las traiciones o el orgullo manchaban sus cuerpos, y aquí y allí, informes figuras que un día -y en otro lugar que no diré- aparentaron grandes cosas, gritaban como bestias repentinamente conscientes de su ser inherente a la barbarie.
Fue con los culpables que no reconocí mi rostro en el de ellos. Al fin me acobardé y la contemplé.
La pérdida, la zozobra de una decepción, las ínfulas que una vez tuvo cuando contara veintipocos años.. la piel de campo desgastado y arado por la penuria era ya su cara para siempre. El cuerpo de aquella mujer, como el de los demás, se alzaba a malas penas sobre sus piernas, sumidero de cuanta ruina moral recolectó al otro lado del espejo.
La miseria moral no había logrado desintegrarse como el mundo conocido. Sin otro lugar donde olvidarse, las lágrimas, las miradas, la vergüenza y la mentira habían barnizado aquello que tenía frente a mí.

Y supe que era el elegido del Demiurgo por mi invencible corrupción de espectador. El secreto de la indolencia quedaba desvelado. Mis pasos se aceleraron, al tiempo que el ocaso se tornasoleaba vertiginosamente en derredor. Gotas de lluvia finísimas brotaban de entre las grietas de la sequía cerúlea de la gran nada, y se marchaban a llover ausencia hacia los cielos.
Se me esperaba en el centro, allí donde nadie más que yo era aguardado, para juzgar junto a él.