Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

viernes, 29 de agosto de 2014

A quién mentir



Tan sólo unos minutos más de comedia y todo habría terminado. Nadie hubiera podido predecir en qué instante habría una próxima vez para él y ella a solas, verdaderamente solos e inadvertidos. Apretaba él la mano de ella en lo que parecía una desesperación sin retorno, y no osaba mirar los brillantes ojos insolentes y distraídos, que erraban sin pretensiones ni quietud.
Como en aquellos meses ya arrinconados tras la memoria, pensó en moldearse nuevamente ante ella como aquel hombre original y espontáneo que una vez fuera, e idear unas pocas palabras que decir, tan especiales como acostumbraban. Dudó si realmente hubo un tiempo en que él fue esa persona única y providencial que surgió como isla en un océano interminable, y en la que ella fue puesta a salvo. Pero nadie le escuchaba ya; tan sólo un vacío del otro lado de unos brillantes y deslumbrantes versos, que retumbaron inexistentes en una caída cegada e insonora. Unas palabras en cadencia suspiraron cayendo de sus labios agrietados, pero sin vida fueron extinguiéndose contra el suelo, como juguetes insensatos y sin cuerda. Ella sonreía para sí, y veía imágenes que quedaban al margen del escenario gris y doliente en el que él aun pretendía permanecer y reclamarla.
Las humaredas azules se habían desvanecido sin piedad ni alarde, tironeadas de aquí y de allá por caprichosos y egoístas vientos venidos desde diferentes rincones tristes y demasiado corrientes, después de todo. Aquellas llamas eran algo que tal vez ni existió, y no había fotografías que fueran capaces de traer de vuelta verdades y prodigios que se probaban como mentiras en un mundo desplazado desde el lejano pasado. Ella le permitió aquí caer sin red una última vez, y asistió complacida al retraso de la magia abrupta y forzada, aquel pozo infinito del payaso sin fortuna y cansado, que busca un afecto que termine de una vez por todas con el gran ridículo a medio hacer que todo le supone en realidad.
Finalmente, el ajuste y límite para lo razonable quedó rebasado, pero él se negó a comprender y rendirse. Era una de tantas de esas batallas en las que ya solamente quedan desfiles de cadáveres silenciosos. Las luces se desvanecieron, y ella se impacientó por ser una de tantos que regresan de un sueño de aprendizaje equivocado; insistió entonces con impaciente gesto, y las manos cálidas cedieron en el umbral nocturno. Anduvo unos cuantos pasos, y vaciló como no había hecho en mucho tiempo. Un relámpago serpenteando desde su piel hasta sus cabellos ondulantes, y un poco más lejos prosiguió internándose en la noche insaciable que todo acoge, con esos furtivos y nerviosos pasos del que tienta un camino que no bien puede ver.
Pocos segundos después de desaparecer la mujer, varias sombras que habían estado acechando se dibujaron nerviosas y fugaces en las paredes del callejón, fundiéndose con aquella misma oscuridad en la que ella desapareciera. Pensativo, el hombre trató de vislumbrar lo que podría ser un patrón en un futuro no muy lejano, y aquello que le permitiera rendirse de una vez por todas en busca de mejores respuestas. En ese futuro perfeccionable, podría vaticinar aun mejor ciertas reacciones fruto de las múltiples debilidades de sus mujeres, tan azotadas por la imprevisibilidad, tan caras a lo inconstante y a los afectos insensatos. Pero no aquella vez.
Deseó que un día todo fuera mejor, y que una próxima ocasión pudiera recordarla como un eslabón necesario al final de tantos errores de sacrificio, alguien a quien conceder el favor de reconsiderarle. Naturalmente, tenía en cuenta que, por otra parte, ella no había representado un caso especial entre el gran enjambre gremial. Durante años se convencía de que cada ocasión le traía a sus dominios una mujer distinta y única en su definición, y que el destino recreaba un acontecimiento humano con un final que tuviera un sentido o una justificación eventualmente justa. Mas no era así en absoluto. Un agotador bucle no les enseñaba nada, y en los casos de reencuentro se sorprendía viendo como ellas reincidían en unos mismos errores con persistencia, en lo que parecía casi una perversidad que no podía explicar.
Al lado de su automóvil, intentó oír un poco más, un poco mejor, y que un grito, agudo o sofocado, le llegara. Debían todos estar demasiado lejos de allí, después de todo. No quedaba sino aquel silencio que le acompañaba fielmente a donde fuera cuando salía de la Institución. En la noche y deslizándose entre las callejas de aquellos barrios incoloros y mediocres, la ausencia de humanidad latía, había sido barrida del asfalto; se conformaban todos ellos con escrutarle asustados tras los cristales, hacinados del otro lado de los portones.
En otros lugares e instantes tal vez más propicios, auténticas lágrimas de sinceridad habían resbalado a través de las mejillas compungidas del profesor. Pero aquella precisa noche se terminó por encoger de hombros ya un poco fatigado, y regresó hacia la luz y la rutina que hallaría al día siguiente.
Sumergida su vida entre montones apilados de mejores y peores ejemplos de caprichosas existencias, habría de proseguir infatigable su particular afición como una pequeña hormiga atareada y concienzuda. Él se erguía sólidamente a través de un inestable aunque reducido universo enclaustrado, donde un puñado de personas sobradamente reconocidas como enfermas experimentaban las más diversas emociones observadas en la especie.
 Así, otro simple y fresco amanecer bastaría para revestirle nuevamente de fe o esperanza para seguir su senda entre los mecanismos útiles del estado. Se convenció de la idea de aventurarse en los brazos de una nueva mujer entre aquellas. Sin duda la sucederían otras muchas más pacientes, pero ansiaba un paisaje desconocido y límpido, una mirada que no le infundiera temor o más pesadillas contradictorias y culpables.
Él tan sólo era alguien tras un escritorio. Una persona solitaria dentro de un gran castillo de muros fuertemente hormigonados. Alguien insignificante, cuyas señales tangibles de sus huellas vitales vibraban sutilmente al principio, pero que poco a poco, lograba que la cristalina materia inerte se estremeciera ante los impulsos. Se trataba de poca cosa más que amor y experimentación, de poder y de subyugación, injusticia, manipulación, tiranía, pérdida de inocencia e impotencia. Amor.


jueves, 7 de agosto de 2014

Viajero


El tiempo golpea con dureza cada vez, sin necesidad de fintas, sin importar comparaciones, y con violencia insolente, ilimitada. El calendario amarillento junto al armario reza que, efectivamente, esta es la noche más triste del mundo.

Mi traje huele aún en forma impersonal, lo que delata que no me pertenece. Me detengo frente al espejo esmerilado del pequeño aseo de la habitación, y contemplo al hombre de edad avanzada y ojos entornados.
En este hotel de trashumancia, los vértigos de las pasadas noches en blanco comienzan a esfumarse, hecho que constato obligándome a garabatear versos y más versos sin elegancia.
Efectivamente, el arte es escaso, el rimado se ajusta, pero estos carecen de alma; tal como puedo esperar de algo trazado por mi mano sobre el papel.
Hasta hace horas, la rebelión se había mostrado irreductible y fuera de control. La tinta había adquirido conciencia de sí misma, se había tornado egomaníaca, y llevó el dibujo de mis ideas a sendas no pretendidas, y que iluminaban constelaciones insospechadas, aunque geniales. Fue mucho después de ahora, cuando gobernaba a alguien más fuerte, a un auténtico creyente. Premios, reconocimientos, y ah, el amor de ti: de desafío, de nuestras manos apretadas con fuerza, de sabernos demasiado.

Bajo la ventana y en el empedrado mojado de la calle, arrieros muertos en vida conducen pesados carros cargados de heno mojado, tirados por mulas consumidas y tristes, avanzan bajo la niebla, desvaneciéndose en las profundidades de la ciudad, amalgamada conteniendo en sus intersticios a miles y miles de humanos, de ratas y mucho más.
Los recuerdos de los tiempos del futuro pretenden todavía asirse a la esperanza de que los salve de una aniquilación absoluta, pero voy a mitigar esa satisfacción, cerrando las esclusas del devenir que aún no existe. En estos días en que vuelvo a mi ser, no soy sino presa del cansancio que me corresponde, y no puedo ni quiero obrar como otra cosa que como un hombre sin pena ni gloria, que no quiere anticipar a ese otro yo mejor que vendrá.

No quiero traerte de vuelta, antes de que llegues a mi vida, dentro de muchos, muchos años. Ya hemos vivido eso, y fue tanta la impotencia, el desencanto, el perderte y saber que te fuiste.
Las estrellas susurran entre ellas, porque bien saben de nuestra desgracia, y que soy inmortal hasta que te encuentre cuando regrese. Pero entre tanto, permíteme que llore aquí en silencio, unos pocos años más.
Miro mi sombrero, mi reloj de bolsillo y un maletín gastado tirado sobre la cama sin hacer. Recuerdo al fin que soy viajante de comercio, y que en alguna parte cuento sin duda con un hogar, una mujer y unos críos que tiemblan y dudan, cada cierto tiempo que se encuentran con mis ojos, que divagan frente a un gran lago opaco y metálico.

La lluvia regresa. Con mansedumbre los primeros instantes, pero con íntimos sonidos arrítmicos poco después. Sentado sobre la cama, junto las manos y me descubro rezando, dando en cierta forma por concluida la jornada, y aniquiladas las pesadillas que intentan convencerme de que mis viajes nada tienen que ver con este mundo.