Alientos en la Lluvia

Alientos en la Lluvia

domingo, 3 de octubre de 2021

Fragmentos, desvíos


A […] fracasar. A ser, parecer aún menos. Ese mismo […] me disminuyó a lo largo de tantos años que su trayectoria, en forma de senda invisible, se ha excavado bajo la forma de la lepra y de la fiebre como un cuño de mí mismo.

Unos y otros ojos reprobatorios llevan las de ganar en un duelo de voluntades del que me venzo cada cierto tiempo, tras cada vaivén de péndulo justiciero. Paulatinamente, la frecuencia es más, es más. No te detengas. Cada uno de esos tiempos no alberga sitio para que yo, a su vez, pueda reclamar apenas unas voluntades que ni yo puedo, seguramente, defender. La responsabilidad que me susurran y la edad que me descubren suben de súbito hasta mi nuca aprisa, muy deprisa. Contagian de sudor frío las paredes angostas de mi cráneo llevándome a callejones interminables, ciegos, culpables. Dicen ser cosas de la edad, dicen ser cosas impropias de mi edad. ¿Qué cuántos años son…?

Ya comienzan a bizquear ciertos achaques de cuerpo, cosa indiferente que difícilmente puede mentir cuando lo inexorable se abre paso. Un primer vistazo no permite adivinar con acierto desde dónde o hasta dónde le alcanza este vivir, en la que lo desgarbado del andar sugiere juventud, más bien. Pero no, no tanto es así. Quizá los ademanes engañan, no los surcos que se amontonan como múltiples enveses de la verdad. Fuerza el paso esta figura de hombre en su caminar porque verdaderamente sufre de algún dolor perdido de los años. Cuánto puede olvidarse de estos polizones abandonados y, aun así, arrastrarse.

Las últimas edificaciones se van espaciando y quedando atrás, a medida que la suma de los pasos resta las manchas de civilización. Es la hora del crepúsculo monótono de un rincón del valle aconcavado, herida extensa entre las lomas claras. Se anuncia con timidez, mas emana, a pesar de todo, su luz de esperanza otoñal desde el horizonte.

A un lado del sendero de tierra crece un cartel de madera blanqueado de pintura, en donde se avisa al tiempo que se señala gracias a su término en vértice: abandona todas tus esperanzas. Más bien las que no reverberan poéticas, evocadoras llamas. Sí, déjalas junto a las otras, porteador de culpas. El caminante se detiene junto a la señal, las abandona. ¿En qué lugar de lo vivido la inmolaste, redefiniste lo que se te ha ido cayendo de los bolsillos? Aún tus piernas permanecen quietas un instante. Te asombras de cuanto, al parecer, todavía podrías ser capaz de perder de ti mismo, una vez traspasaste con tus lanzas a los demás.

Cuando la espesura lo cerca, unos momentos más tarde, se cierne sobre él la pregunta indefensa que le suplicaba –¡sé quien esperamos!‒. Petrificado, envejecía como se envejece ante ciertos lances de la vida. Envejece hoy y no encuentra respuesta ni ayudas. Aquella niña se habría de quedar en uno de aquellos recodos invisibles. Proseguiría ella hacia mejores soluciones, mientras el viejo tiene ante sí su fantasma de brazos cruzados. No, no sé cómo serlo, niña que ya no existes‒

Esta no pudo menos que encogerse de hombros tras su respuesta. Acto seguido, ensayó una cómica reverencia y todo cuanto la conformaba se pulverizó en un instante hacia lo invisible. El caminante parpadeó, y miró ahora con otros ojos; advirtió que se encontraba en un claro libre de maleza, en el interior de un sotobosque de pinos perennes.

 

Tan solo se trata de cosas ordinarias que le suceden a alguien completamente ordinario. Nunca quiso llegar a lo extraordinario, nunca se propuso una aventura que le precipitara a través de las ventanas enloquecidas del vacío. Tan solo carreteras oscuras y mojadas de días de semana que se llaman como en cualquier parte.

Las manos vacías, pasos que nadie oye y se pierden más allá de estas palabras, por cierto.

Mas la mirada sorprende un último instante. Escrito en la arena, escrito para ti. ¿Bailamos, desconocido? Tan perdido estabas que ni leer sabías.

Perteneces, de repente, al futuro de tu vida. Tras los cristales, la contemplas como si estuviera constituida de materia ingrávida, estatuaria. Se diluye ella y sus cabellos de porcelana dúctil en la brisa fragante de la tarde. Qué error si no os hubieseis dado cuenta de la senda de portentos que ambos podíais construir.

Qué suerte la vuestra. Qué desgracia la del caminante, quien se adentra en esta escapatoria otoñal. Pretende recordar, pero los presagios ni logran realidades ni tienen capacidad en la inconsciencia.

Y depositas tu mano, ya gastada, sobre el papel en donde queda su imagen reproducida. Al otro lado del infinito, a la deriva entre las estrellas, las galaxias y mil formas de dar nombre al tiempo que se ha destruido.

¿Dónde estás?

¿Dónde estoy?